Borges y yo

By
Francesca Piana
February 1, 2023
An old picture of a man and a woman speaking.

Borges y yo” es el título de una página que escribió Jorge Luis Borges sobre sí mismo. El “yo” se refería a ese ser interior que quizás él, y sólo él, conocía: el cotidiano, el que comía, dormía y se vestía. Borges por otro lado, era el hombre público: el que se había convertido en gurú de los intelectuales; el que llenaba auditorios; el que recorría el mundo con invitaciones para ser visto, escuchado y admirado.

Mi relato no es de esa dualidad o el desdoblamiento del yo que fueron temas centrales en la obra de Borges: El buscado que es el buscador, en “El jardín de los senderos que se bifurcan”; el traidor que es el traicionado, en “La forma de la espada”; el soñador que es el soñado, en "Las ruinas circulares". Esta narración tiene que ver con Borges y yo: la que escribe. 

En el otoño de 1980, el Departamento de Inglés de Phillips Exeter Academy (un preparatorio universitario en Nueva Inglaterra) me comunicó que su Departamento había decidido invitar a Jorge Luis Borges a pasar una semana en nuestra institución. ¿Podría yo ponerme en contacto con quien fuese para lograr ese milagro? 

Y de milagro se trataba. Borges rondaba ya por los 80 años; a los 50 perdió casi totalmente su vista y hacía mucho que no contestaba su correspondencia. Era necesario acceder a él a través de sus contactos. A Borges no le faltaban invitaciones. Fue con la ayuda del Centro de Estudios Latinoamericanos e Ibéricos de la Universidad de Harvard que logré que Borges nos incluyera en su itinerario de aquel año.

Cuando conversaba de mi proyecto con colegas de otras universidades, me advertían lo difícil que era complacer a Borges como invitado. Supe que muchas veces había abandonado el podio desde donde hablaba porque le habían hecho alguna pregunta impertinente, o que saturado por las pomposidades de quienes interpretaban su obra, se marchaba ¡Y cuidado con las comidas o el lugar donde lo hospedaran!

Conocía la obra de Borges bastante bien; era un autor favorito en nuestras clases de literatura a pesar de que sus magistrales pautas presentaran ciertas dificultades inicialmente. No lo conocía como persona; por lo tanto, me dediqué a leer sobre él todo lo que estaba a mi alcance. Decidí preparar su llegada en la mejor forma posible y esperar que su supuesto mal genio no terminara su visita abruptamente.

Algunos días de primavera en Nueva Inglaterra suelen ser oscuros y lluviosos. El viaje desde Connecticut (donde Borges acababa de participar en un coloquio en su honor) hasta New Hampshire debía ser por tierra. Una cierta mañana de abril, entré en una biblioteca donde Borges, solo, sentado en una silla, sosteniendo entre sus manos su inseparable bastón y con la mirada de ciego perdida en el infinito me esperaba. Sintió mis pasos y levantó la cabeza. Me presenté. Casi de inmediato hizo su entrada en el salón una mujer extremadamente delgada (a mi modo de ver). Llevaba unos pantalones (estilo pescador) negros y ceñidos, una blusa blanca y sandalias de tacón. Era morena y de mediana estatura; sus ojos eran levemente rasgados y una cascada de pelo lacio color pimienta, le caía sobre el rostro; era María Kodama, la compañera de viaje de Borges.

Ya en el automóvil comenzamos a deslizarnos por las carreteras en medio de la lluvia.  Se interesó por mi origen; le conté de mi niñez ecuatoriana y de la vida conventual (en ese entonces) de Quito. No sé cómo empezó, pero por un largo rato nos pusimos a cantar rondas infantiles, sobras de nuestra infancia latinoamericana: “Arroz con leche/me quiero casar/con una señorita/de la capital/...”

“Jugando a la pájara pinta/sentadita en un verde limón/...” Para cuando llegamos a Concord (Massachusetts) habíamos establecido una inusitada camaradería.

Conocedora de la admiración que Borges sentía por los escritores del siglo XIX de Nueva Inglaterra, yo había llamado a la Administración de Parques y Monumentos del Estado de Massachusetts para informarme sobre las horas de visita de la casa-museo de Louise May Alcott. Pensé que podríamos hacer una parada para que Borges descansara allí. La persona que me contestó me dijo que el museo estaba cerrado el día que planeábamos visitarlo. 

"¡Qué lástima! Pensaba ir con un escritor ciego que está de visita en el país”, le dije.

“¿No se tratará de Borges?”, me respondió una voz asombrada.  

Al escuchar mi afirmación, replicó: “Para él, el museo está abierto a cualquier hora, cualquier día.”

Seguía lloviendo cuando entramos en la casa de la autora de Mujercitas. Allí, al calor de una chimenea alimentada por gruesos leños, nos esperaba una comitiva de personas con tacitas de té humeante y pastel de manzana recién salido del horno. Una guardaparques enorme, con pocos conocimientos literarios pero muy consciente de la importancia del personaje, se apoderó de Borges diciendo que era experta en guiar a ciegos.  Borges disfrutaba del privilegio que le dieron de acariciar a gusto los lomos de los libros de la biblioteca de Alcott.

Nueva Inglaterra es famosa por sus bellas y antiguas hosterías esparcidas en su zona rural. El pueblecito de Exeter tiene una, encantadoramente acogedora, allí hospedamos a Borges y a María Kodama.  Lo vi entrar en la habitación e ir tocando de una en una las paredes para familiarizarse con su nuevo ambiente. Supuse que esto le hacía menos dependiente de otras personas.

Cerca de mil estudiantes de Phillips Exeter Academy se habían preparado para su visita leyendo algunas de sus obras en varias lenguas. Los que no estudiaban castellano lo leyeron en traducciones al francés, inglés, alemán, ruso o italiano.

La noche de su llegada le pedí a Borges que se dirigiera durante unos minutos a la Asamblea General de estudiantes.

“¿De qué quiere que les hable?” me preguntó.

“De lo que Vd. quiera”, le respondí. 

En el escenario del Assembly Hall (por donde muchas figuras importantes de la vida cultural y política de los Estados Unidos han desfilado) había una mesa con tres sillas. Allí, con el rector a un lado y yo al otro, se sentó Borges. Con una voz debilitada por los años y en un inglés británico se dirigió a la Asamblea por unos pocos minutos.

“Lean. La lectura es el camino más corto y seguro para llegar a la felicidad”, dijo.

Cuando dejó de hablar cerca de mil estudiantes irrumpieron en un ensordecedor aplauso que duró más tiempo del que Borges empleó en hablar. Mientras tanto la mano del Ciego buscaba la mía al borde de la mesa. 

¿"Lo hice bien?”, me preguntó, con una humildad inusitada.  

“Vd. lo está escuchando”, repliqué.

La figura de Borges caminando por los senderos del Campus, al lado de María Kodama, se hizo tan familiar que parecía que siempre hubiera estado con nosotros. Entonces me di cuenta de que el Borges irascible, de reacciones imprevistas, de quien me habían hablado había perdido sus aristas. Era un viejecito amable que gozaba de la atención que le rodeaba. Comía de todo, elogiando las viandas que llegaban a su mesa. 

María Kodama tuvo un trato amable conmigo. Deseando que supiera que ella poseía su propio espacio me dijo un día: 

"Acompaño a Borges sólo cuando sale de viaje. Yo tengo mi propia casa, mi carrera, mi vida". Trataba a Borges con cierta brusquedad. 

“Agáchese Borges que se va a golpear la cabeza”, le decía cuando Borges entraba y salía del coche. 

“Coma con cuidado para que no se chorree en la camisa”, le recordaba cuando estábamos a la mesa. 

María era quien tomaba muchas decisiones. Borges se mostraba solícito con ella. ¿Gratitud? ¿Amor? Lo que era claro era que tenían una afinidad intelectual extraordinaria; los dos pasaban las mañanas estudiando escandinavo antiguo. Borges también estudiaba japonés por ese entonces; había descubierto una nueva cultura, una nueva civilización, y se encontraba fascinado con ese descubrimiento.

Borges entraba y salía de las aulas entusiasmando a los estudiantes. Por las tardes Borges, María y yo nos juntábamos para tomar té; fueron momentos de deliciosa conversación. Cuando quise hablar de los autores del boom latinoamericano me dijo que no los había leído. Por otro lado, citaba libros, textos, páginas de los clásicos como si los estuviera leyendo. Entendí el por qué muchos críticos no consideraban a Borges como un escritor latinoamericano; él se sentía más heredero de la cultura europea en general (y de la inglesa en particular). No era sólo su estilo hermético, totalmente sugestivo, lo que le alejaba de sus contemporáneos latinoamericanos, eran los inesperados giros dados a sus narraciones que producían inusitados resultados. En las bóvedas de su biblioteca bonaerense extrajo el condumio de sus historias en la compañía silenciosa de los libros. Así nos hizo entender que las palabras de El Quijote de Pierre Menard, aunque parecieran ser exactamente iguales a las de Cervantes, no lo son porque Menard escribía en el siglo XX y Cervantes lo hizo a principios del XVII; que a Funes el memorioso le tomase otra vida de iguales dimensiones a la primera para recordar todo lo que había experimentado; o que Judas, el traidor, pudiera ser Jesucristo mismo por ser su traición esencial para el acto de la redención.

Borges no tenía interés en el presente, ni en la política, ni en el estado del mundo o la sociedad contemporánea. Vivía en un pasado elitista que aceptaba sin cuestionamiento la división de clases y las diferencias raciales, sociales y económicas. Borges tenía un talón de Aquiles que era una inexplicable ingenuidad. Quizás eso es lo que le llevó a recibir una condecoración del dictador chileno Augusto Pinochet y que, de acuerdo a algunos comentaristas, le costó el Premio Nobel de Literatura. 

Durante su primera visita a los Estados Unidos, al oír hablar inglés a los que barrían las calles en alguna ciudad de Texas, se quedó estupefacto, según dice Emir Rodríguez Monegal en su Biografía literaria de Borges. Para él, porteño de nacimiento, en una ciudad anglosajonizada después de la independencia del país, el inglés era la lengua de la clase alta. Borges no vivía en el siglo XX, se encontraba a gusto en su esquinita de la historia donde las cosas parecían más simples, concretas y perennes. La complejidad, lo intrincado, lo recamado de la trama lo dejaba para sus creaciones literarias que no tenían origen en realidades fácilmente identificables, sino en ideas destiladas de otras ideas. 

Una tarde conversábamos sobre la música contemporánea, y las discotecas donde la gente joven bailaba y se divertía; volviéndose hacia Kodama dijo: 

¿“Es verdad lo que dice Francesca?”  

“Sí”, contestó ella. 

“Me está hablando de las puertas del infierno”, concluyó él.

Borges era un hombre clásico y cerebral a quien le importaba tanto el fondo como la forma. Era ajeno a toda vulgaridad. Su carácter estaba a tono con la era victoriana inglesa. En lo personal era un hombre circunscrito a un espacio en el que no concedía sino simples roces periféricos a otras personas. Era un hombre de puntilloso refinamiento y de trato exquisito.

La noche antes de su partida, Jorge Luis Borges, María Kodama, Peter Greer (un profesor del Departamento de Inglés) y yo cenamos en mi casa. La sobremesa se prolongó hasta pasadas las primeras horas de la madrugada. Sólo se habló de libros. Borges pedía libros para confirmar sus citas o leer un párrafo;  yo iba a mi biblioteca para ver si, por suerte, tenía lo que Borges pedía. A la mañana siguiente, cuando fui al comedor, vi en el suelo, mesas y sillas libros cerrados, abiertos o semiabiertos, testigos mudos de esas últimas horas con Borges. 

Tres años más tarde Borges moría en Suiza, donde María Kodama, convertida en esposa poco antes de su muerte, lo había llevado.

 

Editor's Note: This is the Spanish version of an article which first appeared in the winter 2023 issue of The Exeter Bulletin.